Regresar de un viaje siempre le despierta a una las ganas de otro y otro y otro... trazar un nuevo destino, elegir al azar nuevos países, paisajes, bosques, selvas, fijar la vista en el mapa mundi y soñar con volver a volar.
Mi reciente viaje a Perú ha supuesto una conquista personal de sensaciones, en total quince días por tierras del Altiplano Andino y El Amazonas peruano.
Cruzar el charco siempre envuelve un misterio, o por lo menos así me lo parece, y lo digo más que nada porque para mí era la primera vez que me embarcaba rumbo a las Américas y como entusiasta y conocedora de la cultura pre-colombina, me moría de ganas de pisar suelo incaico o cusqueño que para el caso es lo mismo.
La llegada a Lima duró un suspiro, lo justo para recoger maletas y buscar la puerta de embarque hacia Arequipa, esa ciudad concebida bajo la locura de los chamanes, o de los bien provistos de pulmones y ardor por las alturas. Así lo demuestran los 4.900 metros de altitud alcanzados en ese mirador tan estratégico que te permite tocar casi con las manos el volcán Misti o el Ampata, dos bestias de la naturaleza posadas sobre el aire y la inmensidad del terreno. Tuve suerte, no me dio el mal de altura conocido como "Soroche", pero el vértigo, el dolor de cabeza, la falta de orientación, la falta real de oxígeno, y las ganas de descender a toda prisa se convirtieron casi en un deseo. Gracias a que existe el mate de coca, esa bendita y sagrada bebida que explica el que una civilización se asentara en tierras tan hostiles y que a día de hoy sea la razón por la que aguanten a tan escalofriante altura. Que una planta sea la respuesta evolutiva de un pueblo y su consiguiente adaptación a un terrero, creo que se merece el mayor de los respetos.
Tras la visita a la ciudad de Arequipa, el Cañón del Colca-famoso por el avistamiento de cóndores-y un fugaz saludo a la momia Juanita, nos embarcamos en un bus nocturno hacia la preciosa ciudad de Cuzco. La llegada no puedo ser más agradable, desayuno en un hotel provisto de unas increíbles vistas a la ciudad y, así, entre mate de coca, riquísimos jugos de mango, papaya, tostadas y palta (aguacate), pusimos rumbo a la Plaza de Armas, corazón de la ciudad inca.
El Cusco, como así lo llaman, es algo más que una ciudad Patrimonio de la Humanidad. Sí, lo sé, los monumentos ya lo dicen casi todo, pero seguro que la sensación que yo tuve cuando empezaba a caminar por sus calles la habrán sentido otros muchos. El Cusco habla por si misma. Su perímetro es muy amplio pero el centro reúne y acumula un sentido propio, es como si sintieras el aliento del pasado recorriendo tu cogote. Las calles están llenas de vida, de artesanos, de niños, de ancianas con sus bolsas cargadas de flores, de carritos repletos de fruta camino al mercado de San Pedro, de turistas paseando y admirando su belleza, en definitiva, colores, sabores y muchas sensaciones se apoderan de ti.
Los siguientes días transcurrieron por los alrededores del Cusco, desde el conocido City Tour, haciendo parada en el espectacular sitio de Sacsayhuaman, la conocida como "fortaleza ceremonial" a los yacimientos y ruinas arqueológicas del Valle Sagrado. De entre todos estos lugares tan emblemáticos me gusta destacar al gran Oyamtaytambo, y me refiero a él como si fuera un ser vivo que respira y siente, lo digo porque quizás sean sus enormes y poderosas piedras las que hacen que tiembles sobre su estructura. Una poderosa nave ciclópea concebida y edificada por los dioses incas.
A partir de este punto el viaje ya adquiere otro significado. El universo incario comienza a tener un sentido propio, y digo esto porque una vez que has pisado estas ruinas tu forma de mirar el paisaje empieza a ser "otra". El siguiente destino es la joya de las joyas arqueológicas, es....es la hostia! (y lo siento por los más puristas pero no hay definición posible). Describir la subida al Machu Pichu y contemplar las ruinas al amanecer, creo que es "obligatorio" una vez en la vida, eso sí, ¡dense prisa!, parece ser que de aquí a dos años van a restringir la entrada a la ciudadela y ya sólo será visitable el primer tramo donde se localiza "la Casa del Guardián", lo justo para hacerte la "fotaza" y descender hacia el pueblo Aguas Calientes, el punto de partida y retorno hacia las ruinas.
De vuelta a Cusco, tras casi un día entero metidos en un bus local atravesando la cordillera andina, repusimos fuerzas para el siguiente y último destino, EL AMAZONAS.
Yo siempre quise ir al Amazonas-ese lugar mítico descrito por muchos- y esto me sucede desde que vi la película de "Fitzcarraldo" (1982) de Werner Herzog, una loca historia de música, naturaleza y aventuras, cuya acción se desarrolla a finales del siglo XIX. Su protagonista Brian Sweeny Fitzgerald, obsesionado por la ópera, pretende construir un teatro en la selva. Para conseguirlo tendrá que hacer dinero con la industria del caucho, aunque la idea más surrealista supondrá transportar un enorme barco por el río, pasando por encima de una montaña. La película es fantástica a si que no se la pierdan...
Aterrizar en Puerto Maldonado fue como un sueño. Divisar a poca altura desde el avión la selva ya fue un subidón de adrenalina pero pisar tierra firme y sentir ese golpe de calor ya me introdujo con rapidez en otro mundo, un mundo hostil pero muy bello.
Tras la visita a la ciudad de Arequipa, el Cañón del Colca-famoso por el avistamiento de cóndores-y un fugaz saludo a la momia Juanita, nos embarcamos en un bus nocturno hacia la preciosa ciudad de Cuzco. La llegada no puedo ser más agradable, desayuno en un hotel provisto de unas increíbles vistas a la ciudad y, así, entre mate de coca, riquísimos jugos de mango, papaya, tostadas y palta (aguacate), pusimos rumbo a la Plaza de Armas, corazón de la ciudad inca.
El Cusco, como así lo llaman, es algo más que una ciudad Patrimonio de la Humanidad. Sí, lo sé, los monumentos ya lo dicen casi todo, pero seguro que la sensación que yo tuve cuando empezaba a caminar por sus calles la habrán sentido otros muchos. El Cusco habla por si misma. Su perímetro es muy amplio pero el centro reúne y acumula un sentido propio, es como si sintieras el aliento del pasado recorriendo tu cogote. Las calles están llenas de vida, de artesanos, de niños, de ancianas con sus bolsas cargadas de flores, de carritos repletos de fruta camino al mercado de San Pedro, de turistas paseando y admirando su belleza, en definitiva, colores, sabores y muchas sensaciones se apoderan de ti.
Los siguientes días transcurrieron por los alrededores del Cusco, desde el conocido City Tour, haciendo parada en el espectacular sitio de Sacsayhuaman, la conocida como "fortaleza ceremonial" a los yacimientos y ruinas arqueológicas del Valle Sagrado. De entre todos estos lugares tan emblemáticos me gusta destacar al gran Oyamtaytambo, y me refiero a él como si fuera un ser vivo que respira y siente, lo digo porque quizás sean sus enormes y poderosas piedras las que hacen que tiembles sobre su estructura. Una poderosa nave ciclópea concebida y edificada por los dioses incas.
A partir de este punto el viaje ya adquiere otro significado. El universo incario comienza a tener un sentido propio, y digo esto porque una vez que has pisado estas ruinas tu forma de mirar el paisaje empieza a ser "otra". El siguiente destino es la joya de las joyas arqueológicas, es....es la hostia! (y lo siento por los más puristas pero no hay definición posible). Describir la subida al Machu Pichu y contemplar las ruinas al amanecer, creo que es "obligatorio" una vez en la vida, eso sí, ¡dense prisa!, parece ser que de aquí a dos años van a restringir la entrada a la ciudadela y ya sólo será visitable el primer tramo donde se localiza "la Casa del Guardián", lo justo para hacerte la "fotaza" y descender hacia el pueblo Aguas Calientes, el punto de partida y retorno hacia las ruinas.
De vuelta a Cusco, tras casi un día entero metidos en un bus local atravesando la cordillera andina, repusimos fuerzas para el siguiente y último destino, EL AMAZONAS.
Yo siempre quise ir al Amazonas-ese lugar mítico descrito por muchos- y esto me sucede desde que vi la película de "Fitzcarraldo" (1982) de Werner Herzog, una loca historia de música, naturaleza y aventuras, cuya acción se desarrolla a finales del siglo XIX. Su protagonista Brian Sweeny Fitzgerald, obsesionado por la ópera, pretende construir un teatro en la selva. Para conseguirlo tendrá que hacer dinero con la industria del caucho, aunque la idea más surrealista supondrá transportar un enorme barco por el río, pasando por encima de una montaña. La película es fantástica a si que no se la pierdan...
Aterrizar en Puerto Maldonado fue como un sueño. Divisar a poca altura desde el avión la selva ya fue un subidón de adrenalina pero pisar tierra firme y sentir ese golpe de calor ya me introdujo con rapidez en otro mundo, un mundo hostil pero muy bello.
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